Comienza el Adviento, con el que preparamos la venida de nuestro Salvador. Con la llegada de Jesucristo a la Tierra para iluminar la noche de este mundo, esta tierra ya no es sólo un valle de lágrimas, aunque el sufrimiento tenga un protagonismo excesivo, porque todas las angustias que vemos y sentimos están amparadas por una misericordia amorosa:
“Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos”, pedimos con el Salmo Responsorial. Quien celebre así el Adviento aguardará con alegría la Navidad próxima y la eterna y entenderá porqué esa fiesta llena de gozo el corazón de los creyentes.
Toda nuestra existencia es un adviento, una preparación para el encuentro con el Señor. Todos, cada cual a su tiempo, seremos el invitado que se presenta a la gran fiesta del cielo donde nos aguarda “el dueño de la casa”. De ahí la invitación del Evangelio de hoy a estar vigilantes, a que nuestra vida esté orientada a Dios, “pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos” (Evangelio).