Desde el día de nuestro Bautismo, cada uno de nosotros está en comunión con el único Dios (1ª Lectura), y al ser incorporados a Cristo, recibimos el Espíritu de hijos adoptivos por el que podemos llamar a Dios: Padre nuestro (2ª Lectura).
El misterio de la Santísima Trinidad es la fuente de donde nace la vida cristiana, de la que se alimenta, y hacia la que tiende. Venimos de Dios, hechos a su imagen y semejanza. Vivimos de Dios y a Él nos encaminamos. Hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y vivificados por el Espíritu Santo.
Deberíamos considerar con frecuencia, a diario, esta formidable realidad: somos hijos de Dios y el Espíritu Santo está en el centro de nuestra alma. Somos un asunto divino, hemos sido introducidos, ya aquí en la tierra y como un anticipo, en la intimidad divina de la que un día disfrutaremos con plenitud, sin velos ni limitaciones, y por toda una eternidad. “Carísimos desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es” (1 Jn 2, 2).